sábado, 28 de febrero de 2009

El Jorobado

Le había conocido en los tiempos que estuve prisionero, es decir, los primeros 25 años de mi vida. Mi propio nacimiento había sido un crimen y, desde el instante en que la luz entró a mis ojos, fui encarcelado en una mazmorra del castillo sin otra luz que la de las antorchas del pasillo.
Mi único contacto con el mundo exterior era él: un jorobado cuyo nombre nunca supe. No sólo fue durante mi tiempo de prisión el único contacto que tuve con el género humano, sino la persona en la cual me apoyé e identifiqué en ese oscuro tiempo. Él era el único ser con el que yo interactuaba, la persona que me enseñó a hablar y de quién yo supe que existía un mundo más allá de las paredes de piedra.
Él me trataba con cierto cariño paternal, como quien sabe que, a pesar de tener una enorme joroba en sus espaldas, está en superioridad de condiciones en comparación a un prisionero sin derechos ni libertades más que merodear por su celda y beber agua. Y al ser mi única fuente de cariño, el único reflejo de humanidad, me aferré a él al punto de creer que yo también tenía una joroba.
A veces él llegaba visiblemente alterado, con la ira chirriando entre sus dientes.
-“¿Otra vez fuiste al pueblo?”-le decía.
-“Si alguna vez sales de esta celda podrida, ¡nunca vayas a ese pueblo inmundo!”-me dijo, mirándome de reojo y mandando sus manos a la boca, como queriendo devolver esas palabras a su garganta.
Otra vez le habían maltratado por ser jorobado. Otra vez le habían timado o había tenido que regatear un sobreprecio por su inferioridad de condiciones. Esos eran los únicos momentos en los que yo sentía cierta piedad por él: estar en mi celda no era tan malo, si allá afuera me esperaba semejante hostilidad y oscuridad. Tardes enteras pasamos hablando sobre la podredumbre del mundo, sobre cómo la gente lo engañaba y extorsionaba, sobre cómo se reían de uno…porque si la gente se reía de él, ¿qué podía esperar yo, siendo no sólo jorobado como mi amigo sino, encima, pobre y prisionero?
-A ti te destrozarían-solía decirme. Entonces yo, presa del miedo, me aferraba a mis cadenas, con menos deseos aún de terminar con esa tortura erguida en cuatro paredes que jamás me habían dejado ver el sol.
-¿Para qué quieres ver el sol?- solía decirme el jorobado-esa luz enceguece, amigo. Además yo al menos tengo roce con ese mundo al que tanto temes; si tú llegases a salir, ¡pobre de ti! Con esa forma de ser tan débil y esa joroba enorme que cargas en tus espaldas…
Esa fue la única ocasión en la que me animé a cuestionarle…
-Pero…tú también tienes una joroba…
Con ira me tomó del cuello, me acercó hacia su rostro deforme y dijo, entre dientes:
-Escúchame bien, esclavo hijo de perra: ¡yo no soy jorobado! ¡aquí el único deforme eres tú! ¡no sólo tienes el cuerpo deformado, también la mente, con esas estúpidas ideas de ver el sol y de creerte lo que no eres!¡cae a tierra de una vez y date cuenta de que no eres más que un apestoso prisionero de la corte y que morirás pudriéndote en este calabozo!.
Me soltó el cuello, ante mi mirada llena de terror. Ya bajando la voz dijo, casi murmurando:
- El mundo exterior es hostil, frío, todos están en contra de todos y todos buscan aprovecharse de los demás; así que yo hago lo mismo, pero mucho mejor que esos imbéciles, pues yo tengo el don de la inteligencia, algo que a ti te falta porque jamás has salido al mundo ni has estudiado. Yo sé cosas que tú nunca lograrías entender, en tu limitada posición de prisionero.¿qué me puedes enseñar a mí, eh? ¿a hablarle a las ratas que vienen a comerse tu comida?-concluyó, ya entre risas.
Luego de su descarga se hizo un silencio enorme y frío como las paredes del castillo. Y sentía ese ardor en la boca del estómago mil veces peor que el hambre más virulento que haya sentido. Sentía ganas de llorar, no sólo por caer a tierra ante la inferioridad de condiciones en la que me encontraba sino por haber insultado a mi único amigo, al único ser en este mundo que se preocupaba por mí, a la única persona con la que había intercambiado miradas en toda mi vida.
-Además…yo no soy jorobado. Yo soy un hombre hermoso. Las mujeres del pueblo siempre me miran…-murmuró, como queriendo sepultar hasta la última duda en mi mente.
Desde ese día nunca más cuestione ninguna de sus verdades. Incluso empecé a creer que mi joroba era más enorme que la de él, y que todo lo que yo pudiese decir, pensar o hacer era nada en comparación a las proezas que él me contaba. Todos los días se vanagloriaba de una nueva treta, de un nuevo precio al que había regateado en el mercado, de un nuevo grupo de doncellas que lo habían mirado con obvias intenciones.

Y yo le creía. Y aplaudía cada uno de sus logros. Era mi amigo. Mi único amigo. ¿Cómo no creerle? ¿qué razones habría tenido él para mentirme, no sólo en sus hazañas, sino en mi inferioridad?

Varios años pasaron hasta que se oyeron esas voces; voces que se convirtieron en gritos; gritos que se convirtieron en palos, mazas y hachas que vinieron a destruir el orden establecido: había estallado la revolución. Las monarquías habían sido destituidas, y mi mundo de cuatro paredes de piedra caía ante mis pies.
Unos hombres armados con pesadas mazas rompieron cada pared de mi calabozo, otros dos desgarraron mis cadenas con sus hachas. Ahí supe lo que era el terror por primera vez. El castillo ya no existía, aquellas cuatro paredes que me habían cobijado por 25 años ya no existían, y a mi alrededor habían hectáreas de campos por recorrer y una luz solar que me enceguecía, aquella luz a al que yo tanto había idealizado, a la que tanto había soñado y que tan poco digno me sentía de beber.
No sabía qué hacer con semejante regalo, así que hice lo único que sabía hacer: buscar a mi amigo para que me guiara en este mundo nuevo e inhóspito.
Lo encontré debajo de un puente, junto a otro grupo de monarcas que habían escapado a la revolución y sirvientes que, como él, ya no tenían trabajo.
-¿Has visto?-refunfuñó al verme, sin siquiera saludar o preguntarme si estaba bien-nos hemos quedado sin trabajo, sin techo…ahora deberemos vivir debajo de éstos viejos maderos por toda la eternidad…
-¿Por qué no salir al mundo?-propuse-¿Por qué no salir al sol?
La bofetada que me propinó en la mejilla fue más ruidosa que dolorosa.
-¡Estúpido! ¡Mil veces estúpido! ¡cómo se nota que no eres más que un prisionero primitivo e ignorante que no conoce el mundo! ¿cuántas veces te he hablado de este mundo y sus peligros? ¿de cómo todo se hace por interés, de cómo cada hombre tiene su precio y de cómo el amor, la bondad y la amistad no existe? Y tú tan feliz…van a reventarte, con esa personalidad tan débil e ignorante que tienes…Menos mal que me tienes a mí, sino acabarías muerto-.
Durante los siguientes días salimos a recorrer juntos la ciudad, siempre muy avanzada la tarde o directamente de noche, cuando la oscuridad lo envolvía todo. Aún así yo podía ver a las estrellas, y quedaba anonadado por algunos instantes ante su fulgor. También disfrutaba de ver el fuego de las antorchas en las calles, y los miles de rostros que transitaban esa ciudad que cada vez me resultaba más maravillosa.
Mi ensueño siempre se veía disipado por un golpe de bastón en mi cabeza: era mi jorobado amigo.
-No seas estúpido y préstame atención. Tengo que advertirte de todos los peligros que acechan en este lugar. Tú ves todo con ojos de niño, maravillado por cosas que no existen. Te crees que vives en un mundo de hadas o algo por el estilo, pero no eres más que un iluso y un soñador…
Supuse que los hechos recientes le habían afectado de una forma tan honda que por eso se mostraba más hostil e hiriente que de costumbre, así que agaché mi cabeza y dejé que siguiera hablando, mientras yo miraba a mis pies.
-Debes tratar de evitar todo lo que hay en este pueblo: es peligroso, vil, ya te he contado miles de veces…y especialmente debes evitar la plaza: allí moran horrores inimaginables que ni siquiera yo puedo soportar…
Asentí, sin decir una sola palabra, y sintiendo la tristeza de quien despierta de un hermoso sueño.
-Tú sólo debes hacerme caso a mí, ¿entiendes? ¡A mí!
Varios meses pasamos viviendo bajo el puente. Él solía ir a buscar comida y agua mientras yo me quedaba sin hacer nada, sólo esperando por él.
Varias veces le había insistido en ayudarle en algo, pues la vergüenza me agobiaba al ver que él se esforzaba por los dos. Mi amigo solía responder siempre que yo había sido una persona que sólo había conocido el frío del calabozo, que nada podía yo hacer para ayudarle porque nada sabía más que contar cucarachas y hablar con las ratas.
También solía insistirle, en nuestros tiempos libres, en salir a recorrer la ciudad, a ver si podíamos encontrar algo para nuestro entretenimiento, para poder aprovechar esa libertad que se nos había dado. Por lo general él seguía firme en su argumento sobre la hostilidad de un mundo en el que no había nada por descubrir, pero luego de semanas de insistir aceptó dar una vuelta, un día nublado en el que parecía que iba a llover.
-Vamos-dijo-pero apenas comience la lluvia volvemos y no volvemos nunca más a esa asquerosa ciudad.
Algo nació en mí en ese momento, algo que se sentía embriagadoramente bien: era la euforia, la alegría ante lo desconocido, ante la aventura de recorrer las calles sin más propósito que el de sólo transitarlas. Mi amigo trataba de apaciguar mi exaltación con frases cada vez más hirientes, pero por primera vez nada de lo que él pudiese decir podía dejar de hacerme sentir semejante bienestar.
Sin darnos cuenta llegamos a la plaza, a aquella plaza que él tanto temía y cuyos horrores él trataba de evitar a toda costa. Mi sorpresa fue tan grande como grotesca la situación: mi amigo tenía miedo…de una feria de juegos.
Mi excitación creció aún más, y fui corriendo a ver cada una de las atracciones, a tratar de empalagar mis ojos con los miles de colores, de embriagar mis oídos con la música que sonaba, de atragantarme con toda la variedad de dulces que allí ofrecían. Todo era un enorme y desconocido espectáculo para mis sentidos, que me impidió obedecer por primera vez a los gritos de mi amigo, que insistía en irnos lo más pronto de ese "lugar infernal".
Mi torpe exaltación nos llevó a una galería, donde pude ver a un hombre vestido exactamente como yo. Estaba sucio, con la barba crecida, pero no lucía mal. Tenía una mirada bondadosa, una mirada que decía que no podía existir la maldad de la que mi amigo tanto me había advertido. Estaba un poco encorvado, mirándome con la misma sorpresa con la que yo lo miraba a él.

Al lado de él vi llegar corriendo a mi amigo el jorobado, agotado por la agitada carrera de perseguirme por toda la feria. Y lo curioso es que, si bien le veía en frente mío, oí su voz jadeante justo a mi izquierda.
-¡Idiota!- me gritó- ¡has llegado al horror principal de este infierno!-.
Me dí cuenta de que eso que estábamos mirando eran espejos, y que ese hombre al que veía por primera vez era yo mismo. Y fue una alegría que casi me lleva a las lágrimas saber que yo no era jorobado: simplemente estaba encogido de hombros, y bastaba con pararme de forma erguida y correcta para verme, sino hermoso, al menos como un ser humano normal.
Mi amigo no soportó esto y me maldijo una y otra vez. Sus gritos fueron cada vez más sonoros, hasta que comenzaron a tapar la música de la feria. No soportaba que yo, ahora erguido, supiese que no sólo mi joroba no era grande como él decía, sino que ni siquiera existía. Tampoco soportaba verse a él mismo reflejado en esos espejos: feo, enano y con una joroba que le hacía ver como que tuviese a otra persona montada a sus espaldas, como si él mismo fuese su propia carga en forma de enorme quiste de grasa.
Sus gritos eran tan insoportables que la gente de la feria comenzó a echarlo, primero con insultos, luego arrojándole todo tipo de cosas al grito de “¡fuera, monstruo!”.
Yo no hice nada, lo vi alejarse de vuelta a su oscuridad medieval, a su mundo de mentiras, especulaciones, intereses y frío, donde nada es más hermoso que él: un jorobado deforme, soberbio y violento.
Ya paso un año de todo aquello. Ahora como todos los días, he aprendido a saborear las exquisiteces del mundo, me he afeitado y bañado, mi piel viste ropas de lana. Jamás me fui de la feria aunque y las calles de la ciudad son mías, pues las recorro todos los días; hasta he recibido propuestas de visitar otras ciudades.
Un fin de semana me visitó el jorobado. Casi ni me reconoció, pero mostró alegría al verme. Me dio un abrazo y me aseguró que, a pesar de todos mis cambios, él seguía viendo en mí a ese esclavo oloroso y mugriento que él tanto había cuidado. Yo no dije una sola palabra, y él continuó con su monólogo de cómo había logrado nuevos negociados, de cómo había engañado a nuevos usureros y de cuánto seguían mirándolo las muchachas de la ciudad.
Yo conocía bien a esas chicas, y todas me contaban que lo miraban de puro horror, como se mira a un fenómeno de circo que, encima, se cree hermoso. Esos usureros que él supuestamente había engañado en realidad le habían reventado a palos por una de sus infantiles tretas, y sus importantes negociados no eran más que trabajos en pésimas condiciones para antiguos monarcas que intentaban vivir a la vieja usanza.
Yo sólo lo miré, y sonreí. No hacía falta decirle nada de eso. Dejé que siguiese viviendo en su oscura fantasía, creyendo que ése era el mundo, feliz como un cerdo que se revuelca en el fango de su propia miseria.
Miró a uno de los espejos y me dijo, antes de irse:
-Qué bello hombre, ¿no?-
-Hermoso- dije, con una sonrisa-vuelva pronto.
Y se fue, sin saber jamás que es espejo en el que se había mirado era una de las nuevas atracciones de la feria: un espejo que distorsiona la imagen, en el que uno se mira sabiendo que la gracia es ver una versión irreal de sí mismo.

Tampoco sabrá jamás que el dueño de esa atracción, que cada vez convoca a más gente, soy yo.

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